![]() | Aquí Empieza Nuestra Historia (Relatos Nuevos y Escogidos) Título Original: Our story begins. New and selected stories Autor: Tobias Wolff Traducción: Mariano Antolín Rato Editorial: Alfaguara Año: 2008 Narrador y filósofo a un mismo tiempo, Tobias Wolff escribe historias que se quedan grabadas en la memoria y plantean preguntas que lleva toda una vida responder. |
Niños que encuentran en las mentiras una forma de restituir un sentido al mundo que les rodea, hermanos que no se entienden, parejas que rompen durante un viaje por el desierto, una mujer que espía a sus vecinos, unos amigos que se embarcan en una jornada de caza que sólo puede salir mal o un soldado al que le anuncian que su madre ha muerto: todos los personajes de estos relatos se enfrentan a circunstancias cotidianas que sin embargo resultan extraordinarias. En lo más alto de su carrera literaria, Wolff demuestra el milagroso poder de un gran cuento para provocar, sorprender y transformar a los lectores.
«Un volumen que debería estar en las estanterías de todo el mundo, junto con En nuestro tiempo de Hemingway, Nueve Cuentos de Salinger y las obras reunidas de Flannery O’Connor, Raymond Carver, Gabriel García Márquez, William Trevor y Alice Munro.» Los Angeles Times Book Review
Estupenda recopilación de relatos de Tobias Wolff que combina una selección de veintiún cuentos ya publicados anteriormente, escogidos y supervisados por el autor para la ocasión, junto con diez nuevas historias. Wolff es un narrador de pequeños acontecimientos cotidianos, por momentos casi minimalista, críptico algunas veces, pero siempre brillante, preciso, atento al detalle y agudo en la observación. Es comprensible que los mejores momentos del libro se encuentren en los relatos reeditados, producto de casi treinta años de carrera, pero al mismo tiempo la obra mantiene una absoluta coherencia con sus nuevos escritos, que hacen de este volumen el trabajo definitivo del escritor norteamericano.
En el jardín de los mártires norteamericanos
Cuando era joven, Mary vio a un hombre brillante y original quedarse sin trabajo porque había expresado ideas que les resultaron ofensivas a los administradores de la universidad donde enseñaban los dos. Ella compartía esas opiniones pero no firmó la carta de protesta. Después de todo, a ella misma la estaban juzgando; como profesora, como mujer, como intérprete de la historia.
Mary se andaba con cuidado. Antes de dar una clase la escribía entera, utilizando argumentos y muchas veces palabras de otros, autores aceptados, no fuera a ser que por casualidad dijera algo escandaloso. Sus propias ideas se las guardaba para sí, y las palabras con que las expresaba se fueron debilitando según pasaba el tiempo; sin desaparecer del todo se encogieron hasta ser puntos remotos, nerviosos, como pájaros que se alejan volando.
Cuando el departamento se convirtió en un avispero de camarillas, Mary se dedicó a sus asuntos e hizo como que no se enteraba de los odios que había entre ellos. Para evitar parecer anodina se volvió excéntrica en cuestiones inofensivas. Empezó a jugar a los bolos, de los que terminó por disfrutar mucho, y fundó la sección de la Universidad Brandon de una sociedad dedicada a devolver el buen nombre a Ricardo III. Aprendía de memoria frases cómicas a partir de discos y bromas de libros; la gente refunfuñaba cuando las soltaba, pero ella no dejaba que eso la interrumpiera, y después de un tiempo los refunfuños se convirtieron en la gracia de los chistes. Eran una especie de homenaje a la decisión de Mary de ponerse en evidencia.
En realidad en la universidad ninguna persona estaba más segura que Mary, pues se estaba convirtiendo en algo institucional, como una costumbre o una mascota; en parte de la idea que la universidad tenía de sí misma.
De vez en cuando se preguntaba si no había sido demasiado cautelosa. Las cosas que decía y escribía le parecían planas, secas, como si otro les hubiera exprimido el jugo. Y una vez, mientras hablaba con un profesor ilustre, Mary se vio reflejada en una ventana: estaba inclinada hacia él y tenía la cabeza doblada de modo que su oreja quedaba justo delante de la boca en movimiento de él. La imagen le desagradó. Años después, cuando tuvo que ponerse un audífono, Mary sospechó que su sordera era consecuencia de que siempre había tratado de enterarse de lo que decía todo el mundo.
En la segunda mitad del decimoquinto curso de Mary en Brandon, el rector convocó una reunión de todos los profesores y alumnos para anunciar que la universidad estaba en quiebra y no volvería a abrir sus puertas. Él estaba tan sorprendido como ellos; el informe de los administradores había llegado a su mesa aquella misma mañana. Al parecer el director financiero de Brandon había especulado con cierto tipo de acciones, perdiéndolo todo. El rector quiso comunicarles la noticia en persona antes de que saliera en los periódicos. Lloró abiertamente y lo mismo hicieron alumnos y profesores, con sólo unas pocas excepciones; algunos cínicos de clase alta que aseguraban despreciar la educación que habían recibido.
Mary no podía quitarse de la cabeza la palabra «especular». Significaba «suponer», y en términos de dinero «jugar». ¿Cómo podía un hombre jugarse una universidad? ¿Por qué querría hacer eso, y cómo podía ser que nadie se lo impidiese? Aquello parecía pertenecer a otra época; Mary pensó en el dueño de una plantación, borracho, jugándose a sus esclavos.
Solicitó varios puestos y recibió una oferta de una nueva universidad experimental de Oregón. Fue la única oferta que tuvo, conque la aceptó. La universidad en un único edificio. Sonaban timbres todo el tiempo, había taquillas a los lados de los pasillos, y una fuente de agua que emitía un zumbido en cada rincón. La revista de los estudiantes salía dos veces al mes en un papel mimeografiado que resultaba húmedo al tacto. La biblioteca, que estaba junto a la sala de la banda de música, no tenía bibliotecario y contaba con pocos libros.
—Somos una obra en marcha —estaba orgulloso de decir el director, animadamente.
El paisaje era hermoso, sin embargo, y Mary podría haber disfrutado de él si la lluvia no le hubiera ocasionado tantos problemas. Algo iba mal en sus pulmones que los médicos no conseguían curar y sobre lo que no se ponían de acuerdo; fuera lo que fuese, la humedad lo empeoraba. Los días lluviosos se formaba una condensación en el audífono de Mary y lo cortocircuitaba. Empezó a darle miedo hablar con la gente, pues nunca sabía cuándo tendría que sacar la caja de control y darle un golpe contra la pierna.
Llovía casi todos los días. Cuando no estaba lloviendo estaba a punto de llover o despejándose. La tierra brillaba bajo la hierba, y la luz tenía un tono amarillo que se recrudecía durante las tormentas.
En el sótano de Mary había agua. Las paredes rezumaban, y encontró hongos detrás del frigorífico. Tenía la sensación de que se estaba oxidando, lo mismo que uno de aquellos coches viejos que la gente de por allí tenía en sus jardines delanteros encima de tacos de madera. Mary sabía que todo el mundo se estaba muriendo, pero le pareció que ella se estaba muriendo más deprisa que la mayoría.
Continuó buscando otro trabajo, sin éxito. Luego, en el otoño de su tercer curso en Oregón, recibió una carta de una mujer que se llamaba Louise y que en otro tiempo había dado clases en Brandon. Louise se había apuntado un gran éxito con un libro sobre Benedict Arnold y ahora formaba parte del profesorado de una famosa universidad del norte del estado de Nueva York. Decía que uno de sus compañeros se iba a jubilar a final de año y le preguntaba si le interesaría el puesto.
La carta sorprendió a Mary. Louise se consideraba a sí misma una gran historiadora y a casi todos los demás unos inútiles; Mary no sabía que pensara algo distinto de ella. Además, el entusiasmo por las causas ajenas no era algo que sintiera con facilidad Louise, la cual tenía cierto modo de contener el aliento cuando se mencionaban nombres conocidos, como si supiera cosas que la amistad evitaba que revelase.
Mary no esperaba nada, pero mandó un currículo y un ejemplar de su libro. Poco después Louise llamó para decir que el comité de selección, que ella presidía, había decidido concederle a Mary una entrevista a primeros de noviembre.
—No te hagas demasiadas ilusiones —dijo Louise.
—Oh, no —contestó Mary, pero pensó: «¿Por qué no me las voy a hacer?». No se iban a molestar ni a pagar los gastos de su viaje a la universidad si no fueran en serio. Y estaba segura de que la entrevista iría bien. Conseguiría gustarles, o al menos no dar motivo para desagradarles.
Leyó sobre la zona con una extraña sensación de familiaridad, como si ya conociera esa región y su historia. Y cuando su avión dejó Portland y se elevó hasta las nubes en dirección este, Mary tuvo la impresión de que iba a casa. La sensación le duró, y se hizo más fuerte cuando aterrizaron. Trató de describírsela a Louise cuando salieron del aeropuerto de Syracuse y se dirigieron a la universidad, como a una hora en coche.
—Es como un déjà vu —dijo.
—El déjà vu es una patraña —dijo Louise—. Sólo es un desequilibrio químico de algún tipo.
—Puede —contestó Mary—, pero todavía tengo esa sensación.
—No te pongas seria conmigo —dijo Louise—. No es propio de ti. Limítate a ser tan graciosa y bromista como antes. Y ahora cuéntame, con franqueza, ¿cómo me encuentras?
Era de noche, estaba demasiado oscuro para verle bien la cara a Louise, pero en el aeropuerto le había parecido demacrada, pálida e intensa. A Mary le recordó una descripción de un libro que había leído sobre cómo los guerreros iroqueses se provocaban visiones por medio del ayuno. Tenía un aspecto de ese tipo. Pero no le gustaría oírlo.
—Estás estupenda —dijo Mary.
—Hay un motivo —explicó Louise—. Tengo un amante. Mi concentración ha mejorado, mi nivel de energía está alto, y he perdido cinco kilos. También tengo algo de color en las mejillas, aunque eso podría ser por el clima. Recomiendo vivamente la experiencia. Pero es probable que tú la desapruebes.
Mary no supo qué decir. Aseguró que estaba segura de que Louise sabía lo que hacía, pero eso no parecía suficiente.
—El matrimonio es una gran institución —añadió—, pero ¿quién quiere vivir en una institución?
Louise refunfuñó.
—Te conozco —dijo—, y sé en lo que estás pensando ahora mismo: «¿Qué pasa con Ted? ¿Y con los niños?». Mary, lo cierto es que no se lo tomaron nada bien. Ted no deja de darme la lata —le pasó su bolso a Mary—. Sé buena y enciéndeme un pitillo, ¿quieres? Sé que te conté que lo había dejado, pero todo este asunto me ha resultado muy duro, muy duro, y me temo que he empezado otra vez.
Ahora estaban en los montes, dirigiéndose al norte por una carretera estrecha. Altos árboles formaban una bóveda encima de ellas. Cuando coronaron una cuesta Mary vio el bosque todo alrededor, de un negro intenso bajo el cielo color ciruela. Había unas cuantas luces y éstas sólo hacían que la oscuridad pareciera mayor.
—Ted ha conseguido poner a los niños completamente en contra de mí —iba diciendo Louise. No hay modo de razonar con ninguno de ellos. De hecho, se niegan por completo a discutir el asunto, lo que es muy irónico porque durante años he intentado inculcarles una buena disposición para que vieran las cosas desde el punto de vista de otra persona. Si pudieran conocer a Jonathan sé que pensarían de otra forma. Pero no quieren oír hablar de ello. Jonathan —dijo— es mi amante.
—Comprendo —asintió Mary.
Al tomar una curva los faros iluminaron a dos ciervos. Mary pudo verlos tensos cuando pasaba el coche.
—Ciervos —dijo.
—No sé —siguió Louise—, no sé qué hacer. Hago lo que puedo y nunca parece que sea suficiente. Pero ya basta de mí... hablemos de ti. ¿Qué opinas de mi último libro? —soltó un chillido y golpeó el volante con las palmas de las manos—. En serio, vamos a ver, ¿cómo te va? Debió de ser una auténtica sorpresa cuando cerró el viejo Brandon.
—Fue duro. Las cosas no han ido bien, pero estarán mucho mejor si consigo este puesto.
—Por lo menos tienes trabajo —dijo Louise—. Debes ver las cosas desde el lado positivo.
—Lo intento.
—Pareces muy pesimista. Espero que no estés preocupada por la entrevista, o por la clase. Preocuparte no te servirá de nada. Considera esto como unas vacaciones.
—¿Clase? ¿Qué clase?
—La clase que vas a dar mañana, después de la entrevista. ¿No te lo dije? Mea culpa, querida, mea maxima culpa. Últimamente he estado olvidadiza, nada normal.
—Pero ¿qué tendré que hacer?
—No te agobies —dijo Louise—. Limítate a elegir un tema y te lanzas.
—¿Me lanzo?
—Ya sabes, abres la boca y a ver qué sale. Improvisa.
—Pero yo siempre trabajo a partir de un texto preparado.
—Muy bien. Te diré cómo. El año pasado escribí un artículo sobre el Plan Marshall del que me aburrí y nunca publiqué. Puedes leer eso.
Repetir como una cotorra lo que había escrito Louise le pareció mal a Mary, al principio; luego se le ocurrió que llevaba muchos años repitiendo cosas de otros, y que aquél no era el momento de tener escrúpulos.
—Ya hemos llegado —dijo Louise, y entró por un camino circular con varias cabañas alrededor. En dos de las cabañas estaba encendida la luz; salía humo de las chimeneas—. La universidad está a otros tres kilómetros siguiendo por ahí —Louise señaló la carretera—. Te invitaría a quedarte en mi casa, pero paso la noche con Jonathan y Ted no es una buena compañía estos días. Apenas le reconocerías.
Sacó las bolsas de Mary del maletero y cargó con ellas por los escalones de una cabaña a oscuras.
—Mira —dijo—, te han preparado el fuego. No tienes más que encenderlo —se quedó de pie en mitad de la habitación con los brazos cruzados, observando a Mary mientras acercaba una cerilla para encender el fuego—. Ya está dijo—. Te encontrarás en la gloria dentro de muy poco. Me encantaría quedarme a charlar pero la verdad es que no puedo. Esta noche tienes que dormir bien, te veré por la mañana.
Mary se quedó de pie en la puerta y movió la mano cuando Louise se alejó por el camino levantando grava. Se llenó los pulmones, para saborear el aire; era áspero y limpio. Veía las estrellas con sus constelaciones, y los vagos raudales de luz que corrían entre ellas.
Aún se sentía inquieta por lo de leer un trabajo de Louise como propio. Sería su primer plagio total. Aquello seguro que la cambiaría. La haría de menos... cuánto de menos, no lo sabía. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Era indudable que no podría «lanzarse». Podrían faltarle las palabras, y entonces, ¿qué? Mary tenía miedo al silencio. Cuando pensaba en el silencio pensaba que se ahogaba, como si el silencio fuera una clase de agua en la que no sabía nadar.
—Quiero este trabajo —dijo, y se envolvió en su abrigo. Era de cachemira y Mary no se lo había puesto desde el traslado a Oregón, porque la gente de allí pensaba que eras pretencioso si te ponías algo que no fuese una camisa Pendleton o, claro, un impermeable. Frotó la mejilla contra el cuello levantado y pensó en una luna de plata que brillaba entre unas ramas desnudas, negras, una casa blanca con persianas verdes, hojas rojas que caían ante un cielo azul intenso.
Louise la despertó unas cuantas horas después. Estaba sentada en el borde de la cama, sacudiendo a Mary por el hombro y respirando ruidosamente. Cuando ella le preguntó qué pasaba, dijo:
—Quiero tu opinión sobre algo. Es muy importante. ¿Crees que soy femenina?
Mary se sentó.
—Louise, ¿no puedes esperar?
—No.
—¿Femenina?
Louise asintió con la cabeza.
—Eres muy guapa —dijo Mary—, y sabes sacarte partido.
Louise se levantó y paseó por la habitación.
—Ese hijoputa —dijo. Se volvió a acercar y se quedó de pie junto a Mary—. Supongamos que alguien dijera que yo no tengo sentido del humor. ¿Estarías de acuerdo o no?
—Para algunas cosas lo tienes. Me refiero a que sí, tienes bastante sentido del humor.
—¿Qué quieres decir con «para algunas cosas»? ¿Qué clase de cosas?
—Bueno, si oyeras que alguien había muerto de un modo poco frecuente, como por la explosión de un puro de broma, te parecería gracioso.
Louise se rió.
—A eso me refería —añadió Mary.
Louise se siguió riendo.
—Oh, Señor —dijo—. Ahora me toca decir algo sobre ti —se sentó al lado de Mary.
—Por favor, no —dijo ésta.
—Sólo una cosa —insistió Louise.
Mary esperó.
—Estás temblando —dijo Louise—. Sólo iba a decir... oh, olvídalo. Escucha, ¿te importa que duerma en el sofá? Estoy agotada.
—Adelante.
—¿Seguro que no te importa?Mañana es un gran día para ti —se dejó caer en el sofá y se quitó los zapatos de una patada—. Sólo iba a decir que deberías pintarte algo las cejas. Es como si no se vieran, y el efecto resulta desconcertante.
Ninguna de ellas durmió. Louise fumó sin parar y Mary observó cómo se iban apagando las brasas. Cuando hubo luz suficiente para poder verse, Louise se levantó.
—Mandaré a un estudiante a por ti —dijo—. Buena suerte.
La universidad tenía el aspecto que debe tener una universidad. Roger, el estudiante encargado de enseñársela, explicó que era una copia exacta de un colegio universitario inglés, hasta las gárgolas y las ventanas con cristales emplomados. Se parecía tanto que a veces los directores de cine la usaban como decorado. Andy Hardy va a la universidad la habían rodado allí, y todos los otoños celebraban el Día Andy Hardy Va a la Universidad, con abrigos de mapache y concursos donde se tragaban peces de colores.
Encima de la puerta del Edificio del Fundador había una frase en latín que, traducida apresuradamente, significaba: «Dios ayuda a quienes se ayudan». Mientras Roger recitaba los nombres de ilustres antiguos alumnos, a ella le sorprendió hasta qué punto se habían tomado a pecho aquel precepto. Se habían hecho con ferrocarriles, minas, ejércitos y estados; con imperios financieros que contaban con sucursales en todo el mundo.
Roger llevó a Mary a la capilla y le enseñó una placa con los nombres de todos los alumnos que habían muerto en combate, remontándose a la guerra de Secesión. No había muchos nombres. Al parecer también en eso los licenciados se habían andado con cuidado.
—Ah, sí —dijo Roger cuando se iban—. Olvidaba contárselo. El comulgatorio procede de una iglesia de Europa a la que solía ir Carlomagno.
Fueron al gimnasio, y a las dos pistas de hockey, y a la biblioteca, donde Mary inspeccionó el fichero como si fuera a rechazar aquel trabajo si no tenían los libros adecuados.
—Contamos con un poco más de tiempo —dijo Roger cuando salían—. ¿Le gustaría ver la central eléctrica?
Mary quería seguir ocupada hasta el último momento, así que estuvo de acuerdo.
Roger la condujo a las profundidades del edificio de servicios, explicando cosas sobre el aparato que iban a ver, sin duda el más avanzado del país.
—La gente cree que esta universidad es anticuada de verdad —dijo—, pero no lo es. Ahora admiten chicas, y hay algunas mujeres entre los profesores. De hecho, hay un estatuto que dice que tienen que entrevistar al menos a una mujer por cada vacante. Ahí está.
Estaban de pie sobre una pasarela de hierro encima del aparato más grande que Mary había visto nunca. Roger, que se estaba especializando en Ciencias de la Tierra, dijo que había sido construido a partir de un diseño inventado por un profesor de su departamento. Aunque antes había sido parlanchín, ahora se mostraba reverente. Estaba claro que para él aquel aparato era el alma de la universidad, que de hecho el objetivo de ésta era proporcionar utilidad a la máquina. Se apoyaron juntos en la barandilla y lo miraron zumbar.
Mary llegó a la sala de juntas a la hora exacta de la entrevista, pero estaba vacía. Su libro se encontraba encima de la mesa, junto a una jarra de agua y varios vasos. La encuadernación crujió al abrirlo. Las páginas estaban suaves, limpias, sin leer. Mary fue al primer capítulo, que empezaba: «Generalmente se cree que...». «Qué aburrido», pensó.
Casi veinte minutos después entró Louise con varios hombres.
—Perdona que lleguemos tarde —dijo—. No tenemos mucho tiempo así que será mejor que empecemos —presentó a Mary a los del comité, pero con una excepción los nombres no quedaron asociados a las caras. La excepción era el doctor Howells, el jefe del departamento, que tenía una nariz porosa y muy mala dentadura.
Un hombre de cara lustrosa situado a la derecha del doctor Howells fue el que primero habló.
—Bien —dijo—, tengo entendido que usted enseñó en la Universidad Brandon.
—Fue una pena que la Brandon tuviera que cerrar —dijo un hombre joven con una pipa en la boca—. Hay sitio para instituciones como la Brandon —mientras hablaba la pipa subía y bajaba.
—Ahora está en Oregón —intervino el doctor Howells—. Nunca he estado allí. ¿Le gusta?
—No mucho —respondió Mary.
—¿Es eso cierto? —el doctor Howells se inclinó hacia ella—. Creí que a todo el mundo le gustaba Oregón. He oído decir que es muy verde.
—Eso es verdad —dijo Mary.
—Supongo que llueve mucho —añadió él.
—Casi todos los días.
—Eso no me gustaría —dijo, meneando la cabeza—. Me gustan los sitios secos. Claro que aquí nieva, y llueve de vez en cuando, pero es una lluvia seca. ¿Ha estado alguna vez en Utah? Ése sí es el estado que le conviene. El cañón Bryce. El coro del Tabernáculo Mormón.
—El doctor Howells se crió en Utah —dijo el joven de la pipa.
—En aquellos tiempos era un sitio completamente distinto —explicó el doctor Howells—. La señora Howells y yo siempre hemos hablado de volver cuando me jubile, pero ahora no estoy tan seguro.
—Andamos cortos de tiempo —intervino Louise.
—Y yo aquí hablando sin parar —dijo el doctor Howells—. Antes de terminar, ¿quiere decirnos algo?
—Sí. Creo que deberían darme el puesto —Mary se rió cuando dijo eso, pero nadie respondió a su risa; ni siquiera la miraron. Todos apartaron la vista. Entonces Mary comprendió que no la estaban considerando en serio para el puesto. La habían traído aquí para atenerse a una norma. No tenía esperanzas.
Los hombres recogieron sus papeles, estrecharon la mano a Mary y le dijeron que estaban deseando asistir a su clase.
—Nunca me canso del Plan Marshall —dijo el doctor Howells.
—Lo lamento —se disculpó Louise cuando estuvieron solas—. No creí que fuera a ser tan desagradable. Ha sido una auténtica putada.
—Dime una cosa —pidió Mary—. Ya sabías que no me iban a contratar, ¿verdad?
Louise asintió con la cabeza.
—Entonces ¿por qué me hiciste venir?
Cuando Louise se puso a hablar sobre los estatutos, Mary la interrumpió.
—Todo eso lo sé. Pero ¿por qué yo? ¿Por qué me elegiste a mí?
Louise anduvo hasta la ventana y habló de espaldas a Mary.
—Las cosas no le han ido muy bien a la vieja Louise —dijo—. He sido desgraciada, y pensé que tú podrías animarme. Solías ser divertida, y estaba segura de que disfrutarías del viaje... no te costó nada, y esto es muy bonito en esta época del año, con las hojas y todo eso. Mary, no sabes las cosas que me hicieron mis padres. Y Ted tampoco me hace reír mucho. Ni Jonathan, el hijoputa. Merezco algo de amor y amistad, pero no tengo nada —se volvió y miró su reloj—. Ya es casi la hora de tu clase. Será mejor que vayamos.
—Preferiría no darla. A fin de cuentas no tiene mucho sentido, ¿no crees?
—Pero tienes que darla. Es parte de la entrevista —Louise le tendió una carpeta—. Lo único que debes hacer es leer esto. No es mucho, teniendo en cuenta todo el dinero que nos hemos gastado para traerte aquí.
Mary siguió a Louise por el vestíbulo hasta el aula. Los profesores estaban sentados en la primera fila con las piernas cruzadas. Sonrieron y saludaron a Mary con la cabeza. Detrás de ellos el aula estaba llena de estudiantes, algunos incluso ocupaban los pasillos. Uno de los profesores ajustó el micrófono a la altura de Mary, agachándose cuando subió y se bajó del estrado como si prefiriera que no le viesen.
Louise pidió silencio, luego presentó a Mary y dijo de qué trataría la lección magistral. Pero Mary había decidido lanzarse, después de todo. Subió a la tarima insegura de lo que diría; segura únicamente de que prefería morir a leer el artículo de Louise. El sol entraba a raudales por la vidriera de colores y caía sobre los que la rodeaban, pintando sus caras. Densas volutas de humo se alzaban de la pipa del joven profesor, cruzando un círculo de luz roja que había a los pies de Mary, volviéndose carmesí y retorciéndose como llamas.
—Me pregunto cuántos de ustedes saben —empezó— que estamos en la Casa Larga, el antiguo dominio de las Cinco Naciones de los iroqueses.
Dos profesores se miraron.
—Los iroqueses no tenían piedad —dijo Mary—. Daban caza a la gente con palos, flechas, lanzas y redes, y con cerbatanas hechas con cañas de saúco. Torturaban a los prisioneros, sin perdonar a ninguno, ni siquiera a los niños pequeños. Arrancaban las cabelleras y practicaban el canibalismo y la esclavitud. Como no tenían piedad, se hicieron poderosos, tan poderosos que ninguna otra tribu se atrevía a oponérseles. Hacían que las demás tribus les pagaran tributos, y cuando ya no tenían más que pagar, los iroqueses les atacaban.
Varios de los profesores empezaron a murmurar. El doctor Howells le estaba diciendo algo a Louise, que negaba con la cabeza.
—En una de sus correrías —siguió Mary—, capturaron a dos sacerdotes jesuitas, Jean de Brébeuf y Gabriel Lalement. Untaron a Lalement con brea y le prendieron fuego delante de Brébeuf. Cuando Brébeuf les increpó le cortaron los labios y le metieron un hierro candente por la garganta. Le colgaron un collar de hachas pequeñas al rojo vivo alrededor del cuello y le echaron agua hirviendo por encima de la cabeza. Como él continuaba predicándoles le cortaron tiras de carne del cuerpo y se las comieron ante sus ojos. Mientras todavía estaba vivo le arrancaron la cabellera y le abrieron el pecho y bebieron su sangre. Después, su jefe arrancó el corazón de Brébeuf y se lo comió, pero justo antes de que hiciera eso, Brébeuf le habló por última vez. Dijo...
—¡Basta! —gritó el doctor Howells, levantándose de un salto. Louise dejó de menear la cabeza. Tenía los ojos perfectamente redondos.
Mary había llegado al final de sus datos. No sabía qué había dicho Brébeuf. El silencio se alzó a su alrededor; justo cuando pensaba que iba a hundirse y a perderse en el silencio, oyó que alguien silbaba en el pasillo de fuera, gorjeando las notas como un pájaro, como muchos pájaros.
—Enderezad vuestras vidas —dijo Mary—. Os habéis engañado por el orgullo de vuestros corazones y la fuerza de vuestros brazos. Aunque alcéis el vuelo tanto como el águila, aunque hagáis vuestro nido entre las estrellas, os haré caer desde allí, dijo el Señor. Abandonad el poder por el amor. Sed buenos. Haced justicia. Caminad con humildad.
Louise estaba agitando los brazos.
—¡Mary! —gritó.
Pero Mary tenía más que decir, mucho más. Contestó a Louise con un movimiento de brazo y luego desconectó su audífono para que no la volvieran a distraer.
![]() | Cazadores en la nieve (Hunters in the snow) 1981. Alfaguara. |
![]() | Ladrón de cuarteles (The barrack's thief) 1984. Alfaguara. |
![]() | De regreso al mundo (Back in the world) 1985. Alfaguara. |
![]() | Vida de este chico (This boy's life: A Memoir) 1989. Alfaguara. |
![]() | En el ejército del faraón (In Pharaoh's Army. Memories of a lost war) 1994. Alfaguara. |
![]() | La noche en cuestión (The night in question) 1997. Alfaguara. |
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