lunes, 11 de octubre de 2010

Suites Imperiales, de Bret Easton Ellis

Suites Imperiales

Título Original: Imperial bedrooms
Autor: Bret Easton Ellis
Traducción: Aurora Echevarría Pérez
Editorial: Mondadori
Año: 2010

Clay, ahora guionista de éxito, regresa a Los Ángeles para participar en el casting de su nueva película. En una fiesta se reencuentra con su ex, Blair, y su marido, Trent, un poderoso magnate que continúa siendo un casanova. Allí conoce a Rain, una actriz despampanante y sin talento pero decidida a conseguir el papel de su vida. Desde ese instante Clay comienza a recibir mensajes anónimos, un jeep azul lo sigue a todas partes y el rumor sobre el asesinato de un productor se extiende en su círculo de amistades. Su amigo de la adolescencia, Julian -recuperado de su adicción a la heroína-, y su antiguo camello, Rip -más siniestro que nunca debido a una larga lista de operaciones de estética-, reaparecen entonces en su vida.

La primera novela de Bret Easton Ellis, Menos que cero, narraba las andanzas de un grupo de adolescentes a la deriva en el Los Ángeles de los años ochenta. Desde su publicación se convirtió en un libro de culto. Narrado con el estilo descarnado y glacial que le hizo célebre, Suites imperiales retoma las vidas de aquellos autodestructivos adolescentes veinticinco años después.

«Los fans de Bret Easton Ellis se deleitarán con los personajes y con la facilidad del autor para manipular sus destinos.» Publishers Weekly

Bret Easton Ellis nació en Los Ángeles en 1964. Al acabar el instituto, decidió abandonar el Oeste y viajar a Nueva Inglaterra para estudiar en la Universidad de Bennington. En 1985, alentado por sus profesores, Ellis completó la que sería su primera novela, Menos que cero (Literatura Mondadori, 2010), que cosechó el aplauso de la crítica y se convirtió en libro de culto. Cuando, en 1992, publicó American Psycho, el retrato de un ejecutivo psicópata, se confirmó que había nacido una estrella. También es autor de Las leyes de la atracción (2002), Los confidentes (1994), Glamourama (1999), Lunar Park (Literatura Mondadori, 2006) y Suites imperiales (Literatura Mondadori, 2010). Actualmente vive en Los Ángeles.


Cada nueva novela de Easton Ellis es peor que la anterior pero mejor que la siguiente y Suites imperiales sigue esta máxima que se mantiene constante en toda su carrera como escritor. Pretendida continuación de su primer y excelente Menos que cero, Ellis muestra aquí a los mismos personajes de entonces veinticinco años después pero, a diferencia de lo que ocurría en aquella su primera obra, segmentada y fraccionaria, ahora siente la necesidad de integrarlos en una trama narrativa que resulta convencional y rutinaria en la mayor parte de sus páginas para revelarse ridícula y arbitraria en su chapucera y grotesca resolución. Recibida con asombrosa división de opiniones (asombra que pueda tener defensores), el otrora interesante autor de clásicos modernos como American Psycho parece ya total e irremisiblemente perdido.


Suites Imperiales

Habían hecho una película sobre nosotros. La película estaba basada en un libro escrito por alguien que conocíamos. El libro tenía un argumento muy sencillo que narraba cuatro semanas en la ciudad donde crecimos y era en su mayor parte una descripción fiel. Lo habían catalogado de ficción pero solo habían modificado unos pocos detalles, no habían cambiado nuestros nombres y no había nada en él que no hubiera sucedido. Por ejemplo, era cierto que una tarde de enero habían proyectado una película snuff, una de esas grabaciones sádicas de violencia en directo, en una habitación de Malibú, y que yo salí a la terraza con vistas al Pacífico donde el autor trató de consolarme asegurándome que los gritos de los niños torturados eran fingidos, pero sonrió mientras lo decía y tuve que volverle la espalda. Otros ejemplos: era cierto que mi novia había atropellado un coyote en los cañones más abajo de Mulholland, y una cena de Nochebuena en el Chasen's con mi familia de la que me había quejado al autor estaba fielmente descrita. Y una niña de doce años había sido realmente sometida a una violación en grupo; yo estuve en esa habitación de Hollywood Oeste con el escritor, quien en el libro registra solo una vaga resistencia por mi parte y no logra describir con exactitud lo que sentí realmente aquella noche: el deseo, el shock, el miedo que me producía él, un chico rubio y marginado del que se había medio enamorado la chica con la que yo salía. Pero el escritor nunca la correspondería porque estaba demasiado absorto en su propia pasividad para crear el vínculo que ella necesitaba, por lo que ella acudió a mí, pero para entonces ya era demasiado tarde, y como al escritor le molestó que acudiera a mí, me convertí en el narrador atractivo y aturdido, incapacitado para el amor o la bondad. Así fue como me convertí en el joven calavera tarado que deambulaba entre las ruinas con la nariz goteando sangre, haciendo preguntas que no necesitaban respuesta. Así fue como me convertí en el chico que nunca entendió cómo funcionaba nada. Así fue como me convertí en el chico que no salvaría a un amigo. Así fue como me convertí en el chico que no podía querer a la chica.

Las escenas más dolorosas de la novela eran las que ofrecían una crónica de mi relación con Blair, sobre todo aquella, casi al final, en la que rompía con ella en el patio de un restaurante que daba a Sunset Boulevard y donde me distraía una valla publicitaria en la que se leía «desaparezca aquí» (el autor añadió que llevaba gafas de sol cuando le dije a Blair que nunca la había querido). Yo no había mencionado esa dolorosa tarde al autor, pero aparecía en el libro palabra por palabra; a partir de ahí dejé de hablar con Blair y no podía oír las canciones de Elvis Costello que nos sabíamos de memoria («You Little Fool», «Man Out of Time», «Watch Your Step»), y sí, ella me había regalado una bufanda en Navidad, y sí, se me había acercado bailando y cantando mudamente «Do You Really Want to Hurt Me» de Culture Club, y sí, me había llamado «so zorro», y sí, se enteró de que me había acostado con una chica a la que conocí en The Whiskey una noche lluviosa, y sí, se lo había contado al autor. Él no estaba unido a ninguno de los dos, me di cuenta al leer esas escenas relacionadas con Blair y conmigo; en todo caso, lo estaba a ella, y no mucho. Solo era alguien que flotaba en nuestras vidas y a quien no parecía preocuparle la percepción tan plana que tenía de todo el mundo, o que había voceado nuestros fracasos secretos al mundo entero, escenificando la indiferencia juvenil, el nihilismo deslumbrante, infundiendo glamour al horror de todo ello.

Pero era inútil enfadarse con él. Cuando se publicó el libro en la primavera de 1985, el autor ya se había ido de Los Ángeles. En 1982 estudiaba en el mismo pequeño college de New Hampshire en el que yo había intentado desaparecer y donde habíamos tenido poco o ningún contacto. (En su segunda novela hay un capítulo ambientado en Camden, donde hace una parodia de Clay; un gesto más, otro cruel recordatorio de lo que sentía hacia mí. Despreocupada y no particularmente mordaz, era más fácil restarle importancia que a la descripción que hace de mí en la primera como un zombie con dificultades para expresarse y confuso por la ironía de «I Love L.A.» de Randy Newman.) Gracias a su presencia solo me quedé un año en Camdem y en 1983 me trasladé a Brown, aunque en la segunda novela sigo en New Hampshire durante el primer trimestre de 1985. Me dije que no debía importarme, pero el éxito del primer libro flotó dentro de mi campo visual durante un tiempo incómodamente largo. Esto se debía en parte a mi deseo de ser también escritor, y al hecho de que deseé haber escrito esa primera novela después de leerla; era mi vida, y el autor me la había robado. Pero enseguida tuve que aceptar que yo no tenía ni el talento ni el ímpetu necesarios. Me faltaba paciencia. Solo quería ser capaz de hacerlo. Llevé a cabo unos pocos intentos patéticos y fulminantes, y después de licenciarme por Brown en 1986 comprendí que nunca lo conseguiría.

La única persona que expresó incomodidad o desdén hacia la novela fue Julian Wells; Blair seguía enamorada del autor y se mostró indiferente, al igual que la mayor parte del elenco de actores que componía el reparto, pero Julian lo hizo de un modo maliciosamente arrogante que rayaba en la excitación, a pesar de que el autor no solo había sacado a la luz su adicción a la heroína sino que también era prácticamente un chapero en deuda con un camello (Finn Delaney) y vendía su cuerpo a hombres de Manhattan, Chicago o San Francisco que estaban de visita en los hoteles que bordeaban Sunset desde Beverly Hills a Silver Lake. Julian, borracho y autocompasivo, se lo había explicado todo al autor, y el hecho de que el libro contara con un gran número de lectores y de que lo presentara a él como coprotagonista parecía darle una especie de norte que rayaba en la esperanza, y creo que en secreto estaba satisfecho con él porque no tenía vergüenza alguna, solo fingía tenerla. Y aún se emocionó más cuando estrenaron la película en el otoño de 1987, solo dos años después de la publicación de la novela.

Recuerdo que mi inquietud por la película empezó una calurosa noche de octubre, tres semanas antes de su sonado estreno en una sala de proyecciones de la 20th Century Fox. Me senté entre Trent Burroughs y Julian, que aún no estaba desintoxicado y no paraba de morderse las uñas, retorciéndose, lleno de expectación, en la silla con respaldo de felpa. (Vi entrar a Blair con Alana y Kim, seguida de Rip Millar. La ignoré.) La película era muy diferente al libro en el sentido de que no había nada de él en ella. A pesar de todo –todo el dolor que sentí, la sensación de traición–, mientras estaba sentado en la sala de proyecciones no pude evitar reconocer una verdad. Todo lo que contaba el libro sobre mí había ocurrido. Era algo que no podía rechazar sin más. Era un libro directo y rezumaba honestidad, mientras que la película solo era una mentira adornada. (También era un bodrio: muy colorida y movida, pero cruda y cara; no recuperó la inversión cuando se estrenó ese noviembre.) Mi papel lo hacía un actor que se parecía más a mí que el personaje descrito en el libro: yo no era rubio ni alto, y el actor tampoco. Además, de pronto me convertía en la brújula moral de la película, soltando eslóganes de Alcohólicos Anónimos, censurando el consumo de drogas por parte de todos y tratando de salvar a Julian. («Venderé mi coche –advierto al actor que hace de camello de Julian–. Lo que haga falta.») No ocurría lo mismo en la adaptación del personaje de Blair, interpretado por una chica que parecía formar parte de nuestro grupo: nerviosa, sexualmente disponible, muy susceptible. Julian se convertía en la versión sensiblera de sí mismo, interpretado por un payaso de cara triste y con talento que se lía con Blair y luego se da cuenta de que tiene que dejarla porque yo soy su mejor amigo. «Sé bueno con ella –le dice a Clay–. Se lo merece.» La fragrante hipocresía de esa escena debió de hacer palidecer al autor. Sonriendo disimuladamente con maliciosa satisfacción cuando el actor pronunció esa frase, miré a Blair en la oscuridad de la sala de proyección.

A medida que las imágenes se sucedían en la pantalla gigante, la inquietud empezó a reverberar en el silencioso auditorio. El público –el verdadero reparto del libro– enseguida se dio cuenta de lo que sucedía. La película se había deshecho de todo lo que hacía real la novela porque era impensable que los padres que dirigían el estudio quisieran exponer a sus hijos a la misma negra luz que el libro. La película suplicaba compasión, mientras que al libro le traía sin cuidado. La actitud hacia las drogas y el sexo había cambiado drásticamente de 1985 a 1987 (y el cambio de régimen en el estudio no ayudó), de modo que el material inicial, sorprendentemente conservador pese a su aparente inmoralidad, tuvo que ser remodelado. La mejor manera de ver la película era como cine noir moderno de los ochenta –la fotografía era impresionante–, y suspiré mientras avanzaba, interesado solo en ciertos aspectos; los nuevos detalles sobre mis padres me hicieron bastante gracia, así como encontrar al padre divorciado de Blair en la cena de Nochebuena con su novia en lugar de con un chico llamado Jared (el padre de Blair murió de sida en 1992, estando todavía casado con su madre). Pero lo que mejor recuerdo de esa proyección de octubre de hace veinte años fue el momento en que Julian me cogió la mano, que se me había dormido sobre el reposabrazos que separaba nuestros asientos. Y me la cogió porque en el libro Julian Wells vivía, pero en el nuevo escenario que describía la película tenía que morir. Había que castigarlo por todos sus pecados. Eso era lo que pedía la película. (Más tarde, como guionista, aprendí que era lo que pedían todas las películas.) Mientras tenía lugar esa escena en los últimos diez minutos, Julian me miró en la oscuridad, anonadado. «He muerto –susurró–. Me han matado.» Esperé un momento antes de susurrar: «Pero todavía estás aquí». Julian se volvió de nuevo hacia la pantalla y la película terminó enseguida, y los créditos se sucedieron sobre las palmeras mientras yo me llevaba a Blair a mi college (lo que era improbable) con Roy Orbison gimoteando una canción sobre cómo se va apagando la vida.

El verdadero Julian Wells no murió de una sobredosis al volante de un descapotable rojo cereza en una carretera en Joshua Tree mientras se elevaba un coro de fondo. El verdadero Julian Wells murió asesinado veinte años después, y su cuerpo fue arrojado detrás de un edificio de pisos abandonado de Los Feliz después haber sido torturado hasta morir en otro lugar. Tenía la cabeza aplastada –le habían golpeado la cara con tanta fuerza que se había doblado sobre sí misma– y lo habían apuñalado de forma tan brutal que el juez de instrucción de Los Ángeles contó ciento cincuenta y nueve heridas de tres cuchillos diferentes, muchas superpuestas. Encontraron su cuerpo unos chavales que iban al CalArts y que daban vueltas por los alrededores de Hillhurst en un BMW descapotable buscando aparcamiento. Cuando lo vieron, y cito del primer artículo que apareció en la primera plana de la sección de California de Los Angeles Times sobre el asesinato de Julian Wells, creyeron que lo que había junto a un cubo de basura era «una bandera». Cuando me topé con esa palabra, tuve que parar de leer y empezar de nuevo desde el principio. Los estudiantes que encontraron el cadáver lo creyeron así porque Julian llevaba un traje Tom Ford blanco (era suyo, pero no lo llevaba la noche que lo secuestraron) y esa reacción instantánea tenía su lógica, ya que la americana y los pantalones estaban manchados de sangre. (Habían desnudado a Julian antes de matarlo y lo habían vuelto a vestir.) Pero si creyeron que era una «bandera», mi pregunta inmediata fue: ¿dónde estaba el azul? Si el cuerpo parecía una bandera, seguí preguntándome, ¿dónde estaba entonces el azul? Luego lo comprendí: en su cabeza. Los estudiantes creyeron que era una bandera porque Julian había perdido mucha sangre y su cara arrugada estaba de un azul tan oscuro que parecía negro.

Pero debería haberlo comprendido antes, ya que, a mi manera, yo había puesto a Julian allí, y había visto todo lo que le había ocurrido en otra –y muy diferente– película.

El jeep azul empieza a seguirnos por la 405, en alguna parte entre el aeropuerto LAX y la salida de Wilshire. Me doy cuenta porque el taxista ha estado observando por el retrovisor de encima del parabrisas por el que yo he estado observando los pilotos rojos que avanzan hacia las colinas, borracho, en el asiento trasero, mientras por los altavoces suena débilmente un inquietante tema de hip-hop, mi móvil en el regazo iluminándose con mensajes de texto que no puedo leer de una actriz con la que me he tropezado poco antes en la sala de primera clase de American Airlines del aeropuerto JFK (ella me ha leído la mano y los dos nos hemos reído), los otros mensajes de texto de Laurie de Nueva York ya borrosos. El jeep sigue el sedán por Sunset, dejando atrás las mansiones llenas de luces de Navidad mientras mastico nervioso pastillas de menta de una lata de Altoids, sin lograr disimular mi aliento cargado de ginebra, y en ese momento el jeep azul toma la misma curva a la derecha y avanza hacia el Doheny Plaza, siguiéndonos como un niño perdido. Pero cuando el sedán tuerce para meterse en el camino de entrada, donde un aparcacoches y un guardia de seguridad levantan la vista del cigarrillo que están fumando debajo de una alta palmera, el jeep titubea antes de seguir avanzando por Doheny hacia Santa Mónica Boulevard. El titubeo deja claro que hemos estado llevándolo a alguna parte. Bajo del taxi tambaleándome y observó cómo el jeep frena antes de torcer en Elevado Street. No tengo frío pero estoy temblando, con unos pantalones de chándal raídos y un jersey Nike con capucha rasgado que me cuelgan por todas partes por los kilos que he perdido este otoño, y tengo las mangas húmedas por la bebida que he derramado durante el vuelo. Son las doce de una noche de diciembre y he estado fuera cuatro meses.

–Me ha parecido que nos seguía ese coche –dice el taxista, abriendo el maletero–. No paraba de cambiar de carril con nosotros. Lo hemos tenido detrás todo el camino hasta aquí.

–¿Qué cree que quería? –pregunto.

El portero de noche baja la rampa que comunica el vestíbulo con el camino de entrada y me ayuda con las maletas. Le doy una propina exagerada al taxista, que vuelve a subirse al sedán y sale a Doheny para ir a recoger a su próximo pasajero en el aeropuerto LAX, un recién llegado de Dallas. El aparcacoches y el guardia de seguridad me saludan con la cabeza cuando paso por su lado siguiendo al portero hasta el vestíbulo. Este deja las maletas dentro del ascensor y, antes de que se cierre la puerta y lo interrumpa, dice: «Bienvenido».


Bret Easton Ellis en Aventura En La Isla

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