![]() | ¿Me Puedo Quedar La Camiseta? Título Original: Can i keep my jersey? Autor: Paul Shirley Traducción: Mara Vázquez Editorial: Léeme Libros Año: 2007 |
Si estás pensando que éste es otro libro más escrito por un ex-deportista prepárate para un giro de 180º. Vale, su autor ha compartido vestuario con Kobe Bryant, Steve Nash, Shaquille O'Neal y se ha enfrentado a Pau Gasol. También ha jugado en diferentes equipos europeos (Joventut, Málaga y Menorca en España). Pero su aproximación al baloncesto, y a la vida, tiene mucho más que ver con la respuesta a cómo sería si un amigo tuyo estuviese jugando en la NBA.
¿Me puedo quedar la camiseta? te invita a conocer las grandezas y las miserias del deporte profesional, una actividad especialmente ingrata para los llamados jugadores de clase media, desde el punto de vista de un observador privilegiado. Un testigo que se caracteriza por su estilo mordaz, ácido (especialmente con él mismo) y lleno de humor.
Paul Shirley está preparando su primera novela mientras colabora con diferentes medios, entre ellos el diario El País, en el que publica semanalmente una columna («Historias de un tipo alto»), sobre la actualidad de la liga estadounidense.
«Si pienso en Paul Shirley, muchas son las ideas que me vienen a la cabeza y, honestamente, después de hacer esta tormenta de letras, me doy cuenta de que poquísimas veces utilizaría muchas de ellas para definir a otros jugadores americanos e incluso europeos o españoles que haya entrenado antes.»
Joan Plaza, ENTRENADOR DE BALONCESTO
«Shirley no es ni un diletante, ni un infiltrado; más bien diríamos que es lo más parecido a uno de esos periodistas empotrados que cubre el avance de los ejércitos en las zonas de conflicto. Todas sus experiencias en la cancha son auténticas. Todas las conversaciones escuchadas accidentalmente son sinceros intercambios informales recogidos por un testigo de excepción.»
Chuck Klosterman, AUTOR DE ROCK FARGO CITY
Tras graduarse en Ingeniería Mecánica por la Universidad Estatal de Iowa, Paul Shirley jugó profesionalmente en ocho equipos (tanto en la NBA como en diferentes ligas europeas). Ha escrito sobre deporte y música en El País, ESPN.com, Slate y The Wall Street Journal. Actualmente vive en Los Ángeles, California, donde trabaja en diferentes proyectos literarios. Si quieres ponerte en contacto con él, puedes escribirle un correo electrónico a la dirección mysocalledcareer@gmail.com.
¿Me puedo quedar la camiseta? te invita a conocer las grandezas y las miserias del deporte profesional, una actividad especialmente ingrata para los llamados jugadores de clase media, desde el punto de vista de un observador privilegiado. Un testigo que se caracteriza por su estilo mordaz, ácido (especialmente con él mismo) y lleno de humor.
Paul Shirley está preparando su primera novela mientras colabora con diferentes medios, entre ellos el diario El País, en el que publica semanalmente una columna («Historias de un tipo alto»), sobre la actualidad de la liga estadounidense.
«Si pienso en Paul Shirley, muchas son las ideas que me vienen a la cabeza y, honestamente, después de hacer esta tormenta de letras, me doy cuenta de que poquísimas veces utilizaría muchas de ellas para definir a otros jugadores americanos e incluso europeos o españoles que haya entrenado antes.»
Joan Plaza, ENTRENADOR DE BALONCESTO
«Shirley no es ni un diletante, ni un infiltrado; más bien diríamos que es lo más parecido a uno de esos periodistas empotrados que cubre el avance de los ejércitos en las zonas de conflicto. Todas sus experiencias en la cancha son auténticas. Todas las conversaciones escuchadas accidentalmente son sinceros intercambios informales recogidos por un testigo de excepción.»
Chuck Klosterman, AUTOR DE ROCK FARGO CITY
Tras graduarse en Ingeniería Mecánica por la Universidad Estatal de Iowa, Paul Shirley jugó profesionalmente en ocho equipos (tanto en la NBA como en diferentes ligas europeas). Ha escrito sobre deporte y música en El País, ESPN.com, Slate y The Wall Street Journal. Actualmente vive en Los Ángeles, California, donde trabaja en diferentes proyectos literarios. Si quieres ponerte en contacto con él, puedes escribirle un correo electrónico a la dirección mysocalledcareer@gmail.com.
Pese a que en la propia contraportada se incide pertinentemente en desmentir esa idea, es muy posible que ¿Me puedo quedar la camiseta? acabe encontrando su público sólo entre aquellos lectores aficionados al baloncesto. Y sería una lástima porque el libro de Paul Shirley, recién editado en castellano aunque el original en inglés tenga un lustro de existencia, es una pequeña joya literaria y documental que trasciende los estrechos límites de una mera narración sobre el juego de la canasta. Paul Shirley se empeñó en jugar en la NBA. Lo consiguió (entre comillas) pero quizá por ello arruinó una carrera con más brillo en Europa. Sin embargo, su perseverancia se tradujo en este libro, formado con las entradas corregidas y editadas de su blog de la época, que en el momento de su publicación le convirtió en baloncestista proscrito y escritor de brillante futuro. Shirley jugó en España sus últimas temporadas como profesional y actualmente escribe una columna en el diario El País donde mantiene el mismo torno cínico, sarcástico y mordaz que domina ¿Me puedo quedar la camiseta? y que le ha granjeado tantos seguidores como enemigos.

¿Me puedo quedar la camiseta?
Mis vivencias como jugador en España y en la NBA
Lo primero que me extrañó cuando preparaba la edición española de ¿Me puedo quedar la camiseta? (Léeme Libros) fue lo poco que sabía de mí cuando escribí este libro. Supongo que dentro de unos años volveré a sorprenderme con lo poco que sé de mi vida ahora mismo.
Al terminar de escribirlo aún era muy joven y sentía que mi carrera en la NBA estaba todavía en ciernes, sin saber que jamás volvería a jugar allí. Sospecho que, al menos en parte, si no lo hice fue por culpa de este libro que me convertía en un fichaje arriesgado. Más arriesgado que contratar a un jugador en rehabilitación: al fin y al cabo para salir de las drogas existe un tratamiento específico.
No me resigné y peleé por una nueva oportunidad. Después de todo, pensaba, lo único que estaba haciendo era acercar el espectáculo a su público potencial. Pero nadie quiere que se sepan los trucos. La emoción debe estar en el domador que se enfrenta a los leones. A los dueños del circo no les interesa que nadie sepa qué es lo que hace el domador para evitar ser devorado por sus fieras.
Todo aquello tuvo una inesperada consecuencia positiva: pude pasar más tiempo en España. No lo digo para haceros la pelota (a estas alturas creo que sabéis que no es mi estilo hacerle la pelota a nadie), estoy siendo completamente sincero. No voy a decir que disfruté de cada instante en España (a día de hoy, después de haber pasado dos años allí, sigo poniéndome malo cada vez que huelo una paella), pero vivir en otro país me dio la oportunidad de aprender algo que uno sólo puede aprender cuando está lejos. Aprendí a tener perspectiva.
España siempre tendrá un lugar muy especial en mi corazón. Más allá de haber pasado tanto tiempo allí, más allá de que me guste su gente o su vino, es un país con un significado muy especial para mí porque sirvió como telón de fondo al fin de mi carrera como jugador de baloncesto. Y, del mismo modo que un hombre que se ha casado varias veces recuerda más vivamente a su última esposa, mis recuerdos más intensos como jugador se produjeron en el último país en el que jugué.
Es cierto que me paso la vida quejándome (al menos en mis textos) y esto supone un punto de fricción con mis lectores, que no alcanzan a entender de qué me quejo. Olvidan que, y ese era uno de los objetivos cuando escribí el libro, mi vida no es muy diferente a la de un fontanero, un abogado o un agente portuario. Jugar al baloncesto es un trabajo y, como en todos los trabajos, hay dificultades. Reí, lloré, entré en pánico e intenté sobrevivir igual que lo haría cualquier otra persona que se enfrenta al mundo por primera vez en su vida. Es decir, lo hice como un idiota. Y para enfrentarme a esa estupidez, se me ocurrió que tal vez la mejor manera sería escribir sobre todo aquello.
Lo de jugar al baloncesto no siempre estuvo tan bien desde el punto de vista profesional. Pero, gracias a poder viajar, aprendí muchísimo de las oportunidades que me brindó el deporte. Me parece una pasada que aquel chaval criado en una granja en un pueblo de 700 personas al nordeste de Kansas entrase en clubes nocturnos en Madrid y cenase en Nochebuena con una familia española; o que fuese capaz siquiera de charlar con unas auxiliares de vuelo en un viaje de Barcelona a Menorca.
Puede que no lograra tener la carrera con la que soñaba cuando salí de mi casa para irme a Grecia. Nunca firmé un contrato a largo plazo ni jugué una temporada completa en la NBA. La mayor parte de mis compañeros de equipo resultaron ser un poco idiotas. Tampoco hice suficiente dinero como para no tener que volver a trabajar. Ah, tampoco conocí a tantas mujeres.
Sin embargo, conseguí algo que probablemente sea mucho mejor que todo eso. Recorrí el mundo persiguiendo mi sueño, me entrené, monté en autocares, y compartí habitaciones de hotel con compañeros de equipo que no hablaban mi idioma. Con muy pocos de aquellos jugadores llegué a tener una intima amistad (aunque con algunos sí que lo logré), pero eso no es lo importante. Lo verdaderamente importante es todo lo que aprendí por el camino.
Pero sobre todo, gracias a jugar profesionalmente al baloncesto (algo que a veces me resultaba odioso y que casi siempre ponía en duda) aprendí lo que significa ser un ciudadano del mundo. Y aunque solo fuese por esto, estaré eternamente agradecido por la oportunidad que me dio.
Mis vivencias como jugador en España y en la NBA
Lo primero que me extrañó cuando preparaba la edición española de ¿Me puedo quedar la camiseta? (Léeme Libros) fue lo poco que sabía de mí cuando escribí este libro. Supongo que dentro de unos años volveré a sorprenderme con lo poco que sé de mi vida ahora mismo.
Al terminar de escribirlo aún era muy joven y sentía que mi carrera en la NBA estaba todavía en ciernes, sin saber que jamás volvería a jugar allí. Sospecho que, al menos en parte, si no lo hice fue por culpa de este libro que me convertía en un fichaje arriesgado. Más arriesgado que contratar a un jugador en rehabilitación: al fin y al cabo para salir de las drogas existe un tratamiento específico.
No me resigné y peleé por una nueva oportunidad. Después de todo, pensaba, lo único que estaba haciendo era acercar el espectáculo a su público potencial. Pero nadie quiere que se sepan los trucos. La emoción debe estar en el domador que se enfrenta a los leones. A los dueños del circo no les interesa que nadie sepa qué es lo que hace el domador para evitar ser devorado por sus fieras.
Todo aquello tuvo una inesperada consecuencia positiva: pude pasar más tiempo en España. No lo digo para haceros la pelota (a estas alturas creo que sabéis que no es mi estilo hacerle la pelota a nadie), estoy siendo completamente sincero. No voy a decir que disfruté de cada instante en España (a día de hoy, después de haber pasado dos años allí, sigo poniéndome malo cada vez que huelo una paella), pero vivir en otro país me dio la oportunidad de aprender algo que uno sólo puede aprender cuando está lejos. Aprendí a tener perspectiva.
España siempre tendrá un lugar muy especial en mi corazón. Más allá de haber pasado tanto tiempo allí, más allá de que me guste su gente o su vino, es un país con un significado muy especial para mí porque sirvió como telón de fondo al fin de mi carrera como jugador de baloncesto. Y, del mismo modo que un hombre que se ha casado varias veces recuerda más vivamente a su última esposa, mis recuerdos más intensos como jugador se produjeron en el último país en el que jugué.
Es cierto que me paso la vida quejándome (al menos en mis textos) y esto supone un punto de fricción con mis lectores, que no alcanzan a entender de qué me quejo. Olvidan que, y ese era uno de los objetivos cuando escribí el libro, mi vida no es muy diferente a la de un fontanero, un abogado o un agente portuario. Jugar al baloncesto es un trabajo y, como en todos los trabajos, hay dificultades. Reí, lloré, entré en pánico e intenté sobrevivir igual que lo haría cualquier otra persona que se enfrenta al mundo por primera vez en su vida. Es decir, lo hice como un idiota. Y para enfrentarme a esa estupidez, se me ocurrió que tal vez la mejor manera sería escribir sobre todo aquello.
Lo de jugar al baloncesto no siempre estuvo tan bien desde el punto de vista profesional. Pero, gracias a poder viajar, aprendí muchísimo de las oportunidades que me brindó el deporte. Me parece una pasada que aquel chaval criado en una granja en un pueblo de 700 personas al nordeste de Kansas entrase en clubes nocturnos en Madrid y cenase en Nochebuena con una familia española; o que fuese capaz siquiera de charlar con unas auxiliares de vuelo en un viaje de Barcelona a Menorca.
Puede que no lograra tener la carrera con la que soñaba cuando salí de mi casa para irme a Grecia. Nunca firmé un contrato a largo plazo ni jugué una temporada completa en la NBA. La mayor parte de mis compañeros de equipo resultaron ser un poco idiotas. Tampoco hice suficiente dinero como para no tener que volver a trabajar. Ah, tampoco conocí a tantas mujeres.
Sin embargo, conseguí algo que probablemente sea mucho mejor que todo eso. Recorrí el mundo persiguiendo mi sueño, me entrené, monté en autocares, y compartí habitaciones de hotel con compañeros de equipo que no hablaban mi idioma. Con muy pocos de aquellos jugadores llegué a tener una intima amistad (aunque con algunos sí que lo logré), pero eso no es lo importante. Lo verdaderamente importante es todo lo que aprendí por el camino.
Pero sobre todo, gracias a jugar profesionalmente al baloncesto (algo que a veces me resultaba odioso y que casi siempre ponía en duda) aprendí lo que significa ser un ciudadano del mundo. Y aunque solo fuese por esto, estaré eternamente agradecido por la oportunidad que me dio.
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